Espectáculos

La compleja experiencia de enamorarse de un músico. Por Leo Marcazzolo

Ella lo miraba desde la primera fila, atenta a todos sus detalles, esperándolo pacientemente. Porque en el fondo sabía que, tarde o temprano, bajaría del escenario y le dedicaría una canción.

 

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John Lennon siempre dijo que desde que empezó a componer y tocar la guitarra, comenzaron a lloverle las chicas, a caerle a borbotones, como ranas arrojadas del cielo. Como también lo han dicho la mayoría de los músicos que se han subido alguna vez a un escenario. Al parecer algo pasa con los escenarios. Las mujeres, frente a ellos, simplemente nos extraviamos. Extraviamos el hilo que nos sujeta.

El mundo del músico es lo que más nos alucina. El humo. Las guitarras, la batería, y todo el despliegue. El mundo del músico, y todo su peligro. El sujeto tocando un instrumento como un animal feroz. Aunque ese mismo animal puede estar pitiado, y ni siquiera vale la pena acercarse ni vivir el cliché de la canción bonita. Porque en ese mismo momento hay que escapar, como un pequeño roedor salvaje desde uno de sus más intrincados laberintos.

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Como debió haberlo hecho la gringa la primera vez que lo vio. Esa vez en que se enamoró del animal en serio, en que no le hizo caso a nadie, en que sólo terminó escuchándose débilmente en su laberinto. La primera vez que lo vio fue actuando en una sala pequeña. En una de esas salas de atmósfera oscura que parecen mordisqueadas por el mal vivir de un Santiago oscuro. Allí él oficiaba de baterista. Detrás de todo el resto de la banda, se encontraba sumergido entre sus ruidos. Con los ojos pequeños y alineados. Así la miraba a ella. Casi como un zombi a punto de dormirse, como una imagen difusa tocando los palos de un tambor. Se veía pequeño, frágil y sabio con sus tatuajes de serpientes.

La gringa entendió –de inmediato– que podía ser músico «reconocido» por su infinidad de tatuajes de serpientes. Le atrajeron sus figuras grabadas. En especial las más pequeñas, las que estaban grabadas entre sus músculos.

Ella lo miraba desde la primera fila, atenta a todos sus detalles, esperándolo pacientemente. Ella venía de un pequeño pueblo de áridos desiertos y nombre impronunciable. Y por lo mismo creía que lo mejor para «divertirse» era conocerlo. Porque en el fondo sabía que, tarde o temprano, bajaría del escenario y le dedicaría una canción a ella. Al oído. Quizás esa misma noche, pero en otro momento. La gringa sólo quería despejarlo de aquella nube y llevárselo en su bolsillo. Casi colgado, como otro souvenir más en su maleta. O al menos eso era lo que planeaba ella, que nunca alcanzó a conocerlo realmente, que nunca llegó a desenrollar realmente su madeja.

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