Espectáculos

Historias de hospital. Por Leo Marcazzolo

Porque detrás de ese pasillo se esconde el patíbulo, el miedo a la muerte y a que el barco se hunda. Y por lo mismo hay personas para las cuales, sencillamente, no existe ese lugar.

 

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Leo Marcazzolo

Existen diferentes tipos de historias. Las de amor, las de vejez y las historias de hospitales. Pero las de hospitales son definitivamente las más tristes. Las más sobrecogedoras. Porque siempre apelan a un pasillo blanco, frío e infranqueable. Uno que jamás puede superarse. Porque detrás de ese pasillo se esconde el patíbulo, el miedo a la muerte y a que el barco se hunda. Y por lo mismo hay personas para las cuales, sencillamente, no existe ese lugar. Simplemente se niegan a entrar allí, toman la decisión de arriesgarse a morir en casa. Así de radical su acto. Así de radical, lo que para algunos es una opción suicida.

Como en el caso de la película «Amour». Cinta que –además de haber ganado el Oscar a la Mejor Película Extranjera– tiene el mérito de demostrarnos, una vez más, que hay ocasiones en la vida en que la gente es completamente capaz de hacerse dueña de su destino. Allí por ejemplo, la protagonista, en un acto quizás para algunos irreflexivo, decide no volver jamás a un hospital, porque se rehúsa a pisar nuevamente aquellos pasillos blancos, fluorescentes e infranqueables. ¿Por qué? Simplemente porque para ella fue una experiencia dantesca. Porque para ella el hospital no existe. Porque no quiere ser otra vez ese ratón blanco de cola larga de laboratorio.

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Como Álvaro Henríquez en el tema «Hospital», donde también se refiere a lo mismo. Donde canta que ya estuvo en aquel infierno –a causa de su padre– y que por nada del mundo regresaría. Y es que quizás sea como dice Henríquez. O mi amiga Lucha, quien también asegura que el hospital es simplemente dantesco. Que termina transformándose en dantesco porque uno de verdad allí puede llegar a sentir el frío. ¿Y qué es el frío? Nada más ni nada menos que la incertidumbre de acompañar al enfermo.

El enfermo es el centro de la incertidumbre. Básicamente porque siempre es imposible saber qué pasará con él. La Lucha, por ejemplo, tuvo enfermo a su padre. Estuvo varias veces en la pitilla. De hecho, él mismo decía que estaba en la pitilla. Asumía, además, que era un asiduo cultivador del humor negro. Todo lo miraba desde esa óptica. El amor, los hijos y hasta la muerte. Y consecuentemente con eso, su enfermedad también. La miraba con una falta de respeto absoluta. Tan absoluta que hasta llegaba a reírse. Los doctores también. De su corazón «pitiado». Porque finalmente ese era su problema, su corazón «malherido». Sus deficiencias cardíacas que lo tenían como cliente frecuente del hospital. En la sala de espera del patíbulo. Hasta en ese lugar inventaba chistes de enfermos y ponía el canal de la Hípica para apostarle a los caballos. A sus favoritos. Nada en el mundo lo emocionaba tanto como eso. Como las carreras. Se emocionaba tanto que inclusive atentaba contra su propia vida. Contra su corazón «pitiado». Porque llegaba a saltar de la cama cuando veía los caballos corriendo. Y luego agarraba el celular y llamaba desesperado, como si hubiese sido un mafioso, a cualquier tipo de apostador para que apostara por él.         

Era un espectáculo verlo. Ver cómo desafiaba la lógica. Ver cómo decidía hacerle el quite a su enfermedad. A las horas tristes. Porque ni siquiera en esas horas tristes se reprimía de cruzar la línea. De hacer lo que no se hace. De acercarse a la ventana y fumarse un cigarrillo antes de echarse a dormir. Sin ningún tipo de reparo frente a los funcionarios. Cuando nadie lo estaba mirando. En los momentos en que los «soldaditos blancos» –así les decía sin obviar su sarcasmo– no estaban merodeando por los pasillos.

Allí aprovechaba para reírse de ellos, para burlarse de los supuestos portadores de las malas noticias. Porque para el papá de la Lucha nunca fueron más que eso, más que pájaros de mal agüero que más valía no mirar. Porque el viejo, después de un largo camino recorrido, un día sencillamente se dio cuenta de todo. Al igual que la protagonista de «Amour», decidió que definitivamente lo mejor era quedarse en su casa. Para siempre, pasara lo que pasara. Lejos de los pasillos fríos, de los cafés de máquina, de la incertidumbre eterna y de las luces fluorescentes que nadie podía apagar.

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