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¿Qué estás dispuesta a hacer por la fama? Cuando la ambición hace sombra, por Leo Marcazzolo

“Al lado de puras bestias. Sin importarle nada. Porque ni siquiera su carrera de ingeniera comercial le importó un segundo. Ni por un minuto pensó en eso. Sólo, según ella, pensó en su ambición. En algo que en aquel minuto tipificó como un sueño. Su sueño de hacerse célebre, de alimentar su ego, sus ansias de trascendencia…”

 

 

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Imagen: Getty

Desde que uno se atreve a poner los pies sobre la tierra, desde ese primer momento, siempre te dicen que la ambición mueve al mundo. Te lo dicen, pero nadie se lo cree. Ni poco, ni mucho. Es más como una de esas típicas frases que circulan. Como tantas otras que vuelan por el mundo. Pero luego uno crece, pisa el cemento, y casi instantáneamente se vuelve verdad. La frase comienza a cobrar sentido, a colarse en las conversaciones de las personas. De los individuos. Comienza a olerse en las reuniones sociales. A exhalarse en las calles. Te la comienza a decir tu mamá, tu tía, tu vecina, todos. Hasta que llega un momento en que la cabeza te estalla, se te rebalsa de ella. Tanto que se te hace casi imposible pensar en otra cosa. La ambición mueve al mundo.

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Esa es la verdad. ¿Y qué significa? ¿Que todos no somos más que una simple tropa de reptiles arrastrados y codiciosos? Puede ser. Pero no. Los mamíferos –con buenos sentimientos– también son ambiciosos. Los tigres por ejemplo, cazan un conejo y luego quieren un venado. O los osos pandas, que viven encaramándose hasta agarrar la hoja más alta del árbol. Es increíble, pero la ambición mueve al mundo. Y por supuesto nos mueve a nosotros. O al menos a mí.

A mí y a la Lucha, mi gran amiga que por un buen tiempo estuvo extraviada, prácticamente abducida, por una ambición. Una ambición anómala. Enceguecida por una inexplicable ansia por entrar a la tele. Inexplicable porque la Lucha jamás debió haber hecho lo que hizo. Jamás tendría que haberse visto envuelta en un tipo de ambición tan bochornosa. La Lucha era ingeniera. La Lucha era exitosa. La Lucha lo que menos necesitaba eran las luces. Pero igual las quería. Quería tragarse el mundo y hacerse famosa. Todavía lo recuerda. Todo comenzó cuando –por primera vez en su vida– quiso ser parte de un set. La ambición a veces mueve al mundo, e indudablemente la movió a ella.

Porque ella fue capaz de todo. Incluso hasta de hacer el ridículo por hacerse conocida. Tan capaz como cualquier chica reality. Porque su historia no difiere tanto de la de ellas. Su historia comienza en el segundo mismo en que decide venderle su alma al diablo, cuando decide que el mejor movimiento que puede hacer –en pos de entrar a la tele– es sentarse en un panel de imbéciles y comenzar a hablar sandeces. Al lado de puras bestias. Sin importarle nada. Porque ni siquiera su carrera de ingeniera comercial le importó un segundo. Ni por un minuto pensó en eso. Sólo, según ella, pensó en su ambición. En algo que en aquel minuto tipificó como un sueño. Su sueño de hacerse célebre, de alimentar su ego, sus ansias de trascendencia. Porque su ego fue tan grande que terminó por traicionarla. La hizo creer que con tal de que saliera sólo un par de minutos a la semana al aire, ya se haría conocida. Y justamente pensando en eso fue que se postuló como panelista a un canal de cable. Y ya al día siguiente estaba de lo más bien hablando huevadas.

Huevadas de sexo al lado de un viejo que no hacía otra cosa que mirarle el escote. Porque se lo miraba y sonreía con gesto de viejo verde. A la cámara. Era así de fuerte. Porque bastaba sólo con que la Lucha se sentara a su lado para que aquel caballero vetusto comenzara a hacer de las suyas. A hacerse el gracioso con sus chistes de doble sentido. Y ella no podía hacer nada más que sonreírle. Nada, ya que el viejo estaba como pegado con cemento en aquel panel. Tenía tanto poder que la anulaba. La Lucha sólo era el arroz graneado que acompañaba al bistec. Pero seguía en la tele. Eso era lo único que le importaba. Inclusive el animador lo sabía.

 

El animador la presentaba así, como la musa del veterano. Como la musa del viejo que hablaba tonteras. Sin saber nada de nada. Pero la Lucha no se iba. Se quedaba allí, en medio del circo televisivo. Enceguecida por las luces, por su ambición. Hasta que un día tocó fondo. Hasta que un día sencillamente ya no pudo aguantar más, cuando la obligaron a jugar un juego demasiado sucio. Un juego que se llamaba «Escrúpulos» y que ella fue incapaz de responder.

Aún no puede olvidarse de ese momento ni de cómo ocurrió todo. Aún se ve así misma, de cuerpo entero, en el panel con aquel viejo, avergonzada, sólo con ansias de salir corriendo. De dimitir lo antes posible. Porque luego de que en aquel juego le preguntaran si le gustaba el sexo oral, a ella no le quedó otro remedio que dimitir, que decirse a sí misma la verdad: que su ambición por hacerse famosa no era más grande que su vergüenza.

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