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La belleza que perturba y que jamás es para siempre. Por Leo Marcazzolo

Ella era la constatación viviente de que la belleza no podía durar para siempre.

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Si tuviese que definirme, jamás me compararía con una mujer con cara de limón arrugado. Creo que soy más bonita que eso. Estoy segura que la gente al verme no recrea necesariamente ese cuadro: un limón desolado en una repisa fría del refrigerador.

Qué mala imagen la de un limón. Moriría si pensaran en mí como eso. Aunque debo confesar también que yo, al ver a ciertas personas, sí lo pienso. Hay hombres y mujeres que son verdaderos espantapájaros. Feúchos, como la mentira. Pero también existe otro tipo de personas. Un tipo de humano que nace con una belleza perturbadora. Ese tipo de belleza que afecta definitivamente el mundo.

¿Y por qué lo afecta? Bueno, básicamente porque uno no sabe cómo tratarlos. Al menos yo no sé. Yo, cada vez que me enfrento a uno, prefiero bajar la mirada para no encandilarme. Tal como lo hacía en los tiempos en que me enfrentaba a la Carola. La Carola me hacía sentir verdaderamente perturbada. Era de aquellos seres que prácticamente no existen. Que uno ve y se confunde a pesar de no ser ni un poco lesbiana. La Carola era demasiado bonita. Asombrosamente bonita. Tan asombrosa como indescifrable. Porque al saberse, se hacía aún más la enigmática, para realzar su belleza. Recuerdo que solía verla vestida como porrista en los interescolares del colegio, y era una verdadera aparición. Aún la veo, en sepia, pero aún la veo.

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Tan perfecta que su belleza lo alteraba todo. Las miradas y el comportamiento de todos. De cada uno de los incautos que estaban allí en el estadio. Todos atrapados por la belleza de la Carola. Siguiendo embobados cada uno de sus movimientos, como si ella hubiese sido un animal de exposición. Como si todos hubiesen sido paparazzis y ella, un miembro más de la realeza, siguiéndola, como tontos, mientras se cepillaba el pelo, se arreglaba la falda, pelaba una naranja y también cuando vitoreaba los cantos absurdos de su colegio. Porque inclusive allí, mientras movía absurdamente los plumeros y repetía himnos vacíos, se veía sorprendente. Tan sorprendente que su historia no podía terminar bien. Nadie así termina bien. Inexorablemente llega un punto en que el camino se trunca. Se hace pedazos. Casi como en el video de Gun´s and Roses de «November Rain», donde la novia cae fulminada por un diluvio de invierno. Como le pasó a la Carola, que terminó enamorándose del tipo incorrecto. Un tipo al que no le debió haber dado nada, que la terminó cagando, haciéndola pedazos.

Y eso que la conquistó en un día como todos. Con un Súper 8 y una sonrisa, mientras ella pelaba naranjas. A él le decían la Bestia, porque tenía la fuerza de dos hombres juntos y los ojos tan claros como un siberiano. Era definitivamente especial. Tanto que la entusiasmó de inmediato. A la semana siguiente de haberse hablado, comenzaron su historia. Una historia que dejó a la Carola al borde del desborde, caminando en la cornisa. Todo porque un día la Bestia se fue. No apareció más. Se desvaneció del todo, de su vida. Y ella quedo idealizándolo, preguntándose el porqué.

Cuentan que inclusive cayó en depresión cuando alguien malintencionado le contó la verdad. Le dijo que la Bestia había dicho que ella no era más que una esfinge de hielo ante sus ojos, fría e inalcanzable. Que por eso la había dejado, porque ya no podía soportar su mirada de mármol. Y la Carola quiso morirse. Quiso morirse al nivel que ya nunca más volvió a ser la misma. Nunca más se puso su traje de porrista. Lo enterró en el armario a modo de funeral. Así de tétrica y exagerada. Tuvo una reacción desmedida. Al menos yo la encontré desmedida. Cada mujer tiene al menos un desvanecido en su vida, y nadie reacciona así, seamos honestos, sólo la Carola, que no estaba acostumbrada a los golpes. Al rechazo. Y menos aún de la Bestia. Menos aún a la patada en el culo de la Bestia. Pero así no más fue, y tuvo que conformarse. No hubo más vuelta que darle. No la volví a ver más en los interescolares. No la volví a ver más en la vida.

Hasta la semana pasada, que me la encontré en el pasillo de una clínica. Estaba con sus gemelos y lucía normal, como una madre común. Y eso que ella nunca había sido común. Definitivamente había mutado. No seguía siendo la misma, la de belleza perturbadora. Continuaba siendo bonita, pero no como antes. Sus caderas habían crecido, sus ojos se habían cansado y su brillo natural había decantado. Pero más que eso, lo notable era que se había apagado su luz. Ella era la constatación viviente de que la belleza no podía durar para siempre.

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