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La inevitable costumbre de mirar para el lado. Por Leo Marcazzolo

Es imposible predecir cuándo uno empezará realmente a mirar para el lado. Pero de lo que sí estoy segura es que ese minuto, eventualmente, llega.

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Llega en los lugares más insospechados; en un restaurante, en una discoteque o hasta en una reunión familiar. Sí, en una reunión familiar, el sitio más inocente de todos. Allí, donde uno se deja caer sin pretensión alguna, de pronto arriba alguien y uno comienza a mirarlo. A verlo con otros ojos, con otras intenciones. Por las más diversas razones: por aburrimiento, vanidad o, sencillamente, para probarse a una misma la más básica de las premisas: que aún es carne fresca en el mercado. Y no es porque uno esté necesariamente cansada de su pareja; más bien es porque de vez en cuando, simplemente, se necesita eso. Se necesita alimentar el ego.

Como mi amiga Celeste, que una vez mostró un intrincado comportamiento cuando se dio cuenta de que se estaba transformando en una mujer 100% mamá. En una ocasión se vio a sí misma tarareando la melodía más inocentona del mundo, la del inicio del programa infantil favorito de su hijo. De su hijo de nueve meses. Y eso que antes la Celeste era de lo más rockera. Tarareaba canciones de Death Metal, y usaba esas argollitas clásicas de oro en el ombligo y la nariz. Pero ahora todo en ella había mutado. Todo. Al nivel que incluso, inconscientemente, ya había asumido su nuevo rol de madre, situación que no la tenía del todo conforme.

De hecho la tenía tan inconforme que aunque se encontraba claramente feliz con su nueva familia, de igual manera algo intangible la perturbaba. Como que continuaba sintiendo cierta espina atragantada, cierta añoranza por su pasado. Ese pasado que –según ella– aún podía olisquear desde la esquina. Ese pasado donde había sido joven y extremadamente «liviana». La Celeste siempre le otorgó una connotación especial a esa palabra.

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Según ella, todas las «livianas» eran las chicas que se metían con todos sin problemas, pero sin volverse locas. Esa era la diferencia entre ellas y las bataclanas; que las primeras sólo lo hacían como un acto más de libertad y desenfado, mientras que las segundas eran inclusive capaces de hasta morirse por capturar a un hombre. Las livianitas de sangre iban más bien como levitando por la vida. Como la Celeste, que ahora –aunque ya estaba casada– recién comenzaba a sentir, por primera vez, cierta necesidad de mirar para el lado.

Y lo hizo justamente en una reunión familiar. Allí de pronto apareció un personaje nuevo, y la Celeste sorpresivamente comenzó a coquetearle. Un nuevo brillo en los ojos se dibujó en su mirada. Y sin darse cuenta comenzó con su perorata. Le dijo casi todo lo que una chica interesada en un chico podría decir. Que le gustaban sus ojos, que le gustaba su chaqueta, que le gustaba su forma de caminar y sus zapatos. Y todo con la mayor naturalidad del mundo. Sin siquiera darse cuenta ni por un segundo que el tipo estaba cada vez más cautivado. Si era cosa de verlo. Con las pupilas dilatadas a causa de la Celeste.

Al parecer ella, además, cometió el exceso de mostrarle las rodillas. Se las mostró por un lapsus demasiado prolongado de tiempo, y el tipo simplemente consideró que las cartas ya estaban tiradas, que la Celeste estaba llana a entrar en su juego esa misma noche. Luego él se lo insinuó y ella le dijo –entre dientes– que sí, que le aceptaba sólo un café. Cuando en verdad ambos sabían que tras esa invitación, era otra cosa la que se estaba cocinando.

Pero igual, apenas llegaron a la casa del tipo y cruzaron el umbral de su puerta y prendieron la luz, inesperadamente algo se rompió. La Celeste sintió un pequeño gusano que le recorrió el estomago. Describió la sensación después como una pequeña lombriz que le recorría las tripas. Pero luego, cuando él le comenzó a tocar el pelo, se disipó el gusano. De inmediato sintió ganas de quedarse. Ganas de volver a ser la persona que fue. Eso hasta que él intentó cruzar la línea. Porque cuando pasó eso, ella sencillamente bajó la cabeza. Y es que en el fondo jamás iba a poder hacerlo. Para la Celeste una cosa era mirar para el lado, y otra muy diferente, concretar su fechoría.

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