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Lo concreto es que el observador parece estar siempre en vista aérea, observando desde las alturas. Solo se encuentra en una posición frontal al enfrentarse a una figura humana, que aparece sutilmente, y que es mitad bloque, roca o escultura y que por otra parte, va desintegrándose y uniéndose con este entorno que la acoge.
La artista propone un juego infinito de materialidades y texturas, siendo gran protagonista el papel manufacturado artesanalmente, el cual toma prestado para luego intervenirlo desde su mirada. Muchas veces lo presenta desnudo, respetando su trama y componentes orgánicos que ya portan un lenguaje en si mismos.
No podemos obviar el uso del color, siempre elegante, siempre en su justa medida, siempre acertado. Transita con una increíble precisión intuitiva entre la gama de los neutros y los tonos llamativos y exuberantes. Con esa misma habilidad amalgama lo cubritivo y lo velado, lo denso y lo sublime, lo duro y lo suave sin desconocer jamás el uso de una impecable factura.
Por último, su composición se va haciendo sobre la marcha, fina y arriesgadamente, y el resultado es un incesante juego entre ejes “x” e “y” que en determinado momento colapsan con alguna diagonal que corta y dinamiza el total. De todas formas, su tendencia es a la horizontalidad y a la lectura narrativa.
Los significantes de la obra debiéramos preguntárselos a la misma artista, pero de seguro tienen que ver con su formación en cuanto a diálogo de la naturaleza con el entorno creado por el hombre y para el hombre. Sin embargo, ella logra abstraerse de éste conocimiento e ir a un nuevo encuentro con la intuición, la sensualidad y el goce mismo de la pintura. Escribe Daniela Ponce Mardones.