Mi perro se había muerto en mis brazos. Esa mañana de viernes, en una escena terrorífica, Zeus, el primer perro que fue mío y que fue lo más importante luego de mi mamá, se iba entre mis gritos y la conducción temeraria -e infructuosa - de mi papá al tratar de llevarlo a un lugar donde ya no harían nada por él.
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¿Se acuerdan entonces, cuando Betty, acurrucada en el baño le dice a Catalina que la habían matado? Con la muerte de Zeus se sintió literal así. Me sentí muerta, sin vida y sin alma. Me la pasé abrazada a su mamá, Canela. Ya no sentía los días.
Es como si de repente, a uno le drenaran la esencia y quedara como una fruta marchita y arrugada en el asfalto.
“Ya sé para dónde va este texto”, dirán algunos. “Otra epifanía de otra ridícula desconectada de la que se burlaría alguien como la tiktoker que es terror de las ‘influenshers millonarias’, Karen Lacotoure”.
Puede ser.
Pero también sé que para muchas culturas milenarias, incluidas las nuestras -desde los griegos venerando a Poseidón o los afros venerando a Yemayá en las cosas de Salvador de Bahía, e incluso todas aquellas culturas que piden permiso a los elementales de la naturaleza aún todavía - el mar tiene un significado espiritual, social y cultural poderoso.

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Y, a pesar de que he tenido el privilegio de estar en las playas más bellas de Colombia, incluidas las que la red de influencers de viajes ponen en TikTok, luego de Bogotá, mi ciudad favorita, escogería a Santa Marta una y otra vez. No solo porque es una ciudad llena de playas. No solo porque es amigable. Sino, porque a través de la preservación de sus culturas, de la mezcla de ellas, preservan lo más bello que tienen.
Y se ve en la conexión que tienen con el mar y la tierra. Ya lo cantaba bella y poderosamente Carlos Vives en ‘La tierra del olvido’. Más aún en sus 500 años.
Así, los pedazos de una mujer llegaron al mar. Uno que tiene los atardeceres más bellos del país y sobre todo en Playa Dormida.
Porque el mar de Santa Marta no te zarandea como costal de papas al estilo Bocagrande o el Pacífico en La Barra. Es amigable y calmo, a pesar de sus corrientes algo frías en julio. Y es el que sostiene a su red hotelera que está al lado de su aeropuerto y en dónde uno también puede bañarse.

Acá soy un cliché y con más referencias a Betty la fea, es inevitable. Ahí estaba, entregando a mi perro. Haciendo paz con su muerte (sí, “lo perdono, don Armando” aunque qué difícil es eso, o peor aceptar).
Con mis duelos y mis perdidas. Entre ese rojo encendido que luego pasa a rosado y luego a morado según capricho de los días y que tiene lleno el hashtag de Santa Marta en redes sociales. Y cuyos colores terrosos contrastan con todos los tonos de turquesa que son un sueño cumplido para quienes amamos el mar: y esto se ve en dos de las playas más hermosas que tiene el Parque Tayrona, Playa Cinto y Playa Cristal.
Para acceder al parque que cubre la sierra y el mar, se puede acceder por la entrada Neguanje en la Troncal del Caribe. Hay tours como el de Wiwa que le ofrece a uno transporte.
Pero, si no tiene temor de Dios, pero sí estómago fuerte y se va mentalizado que eso es una combinación entre el conductor más furioso de su ciudad en la antigua guerra del centavo, Toretto y Mundo Aventura, puede ir a la Marina de Santa Marta, y tomar una embarcación que lo llevará por mar. “Protégeme Señor con tu Espíritu” se burlan en los vídeos de TikTok, al mostrar el aguante de los turistas en semejante viaje.
Es un recorrido de dos horas a contracorriente del que diría que valen tres prédicas de Dante Gebel y un exorcismo. Y me quedo corta.
Aún así, vale mucho la pena: Playa Cinto no está tan visitada como Playa Cristal. Los tonos de azul son casi los mismos. Y por supuesto, y con cuidado, puede hacer snorkel, pero es recomendable para aquellos que saben nadar bien y saben las reglas de esta práctica.
De lo contrario, podrían tener accidentes con los corales fuego (de hecho no es recomendable tocar ningún coral, ya que tardan mucho en crecer y el Parque Tayrona los preserva estrictamente), que arden en la piel.

Pero, el nado igual es seguro en una playa tranquila, dónde la marea apenas sí se nota. Puede leer, tomar una cerveza e ir al lago de agua dulce cerca de la playa.
O sencillamente, dedicarse al dulce arte de no hacer nada, el Dolce Far Niente, para prepararse para un regreso y una marea menos complicada, dónde puede apreciar cómo la arquitectura se adaptó durante años a la peculiar geografía de la ciudad.
Pero Santa Marta también es naturaleza. Esa es la ventaja de estar al lado del sistema montañoso más alto del mundo al lado del mar. Minca se adentra en el bosque húmedo que adornan los bellos pájaros que están en la moda y accesorios colombianos, y que por ello son tan apetecidos. Tucanes, por ejemplo, que contrastan con bananos rosados. Senderos que llevan a cascadas.
Y lugares desde donde se cultiva el Café de la Sierra en fincas con más de un siglo de existencia. Y que están rodeadas por supuesto, de hostales y otros lugares de experiencia para un turismo más explorador.

Todos ellos, a través de una carretera serpenteante que conduce a Rodadero y al centro de la ciudad, que hoy crece por su oferta cultural, artística y gastronómica. Allá puede ver los hermosos murales de las comunidades indígenas, la biodiversidad y comerse un helado de zapote.
Observar la arquitectura caribeña perenne que ni los piratas ni la pátina del tiempo destrozaron desde 1525. Museos como el del Oro Tayrona, y comprar mochilas wayú a precios justos. Y, por supuesto, acceder a una oferta de bienestar y gastronomía que puedan igualar esa apertura de los sentidos en uno de los mejores hoteles del país.

Marriott Santa Marta Resort Playa Dormida: el susurro del mar y la conexión con el espíritu de la ciudad
El hotel se ha caracterizado, tanto de manera estética como filosófica, por entender, apoyar y mostrar la mezcla de culturas que le da el carácter único a la ciudad. Su entrada y espacios comunes tienen decoración inspirada en las culturas arhuaca, y kogui. Asimismo, apoyan emprendimientos netamente indígenas como Amorigen, que venden café de la Sierra, miel y mochilas.
Con 168 habitaciones, incluso desde la más sencilla hay el privilegio de oír algo sorprendente: el murmullo del mar desde el balcón, y de los pájaros. También tiene una piscina que conecta directamente con la playa. El hotel está constituido de tal manera que, la música más preciada sea el silencio.

Ahora bien, en el restaurante Cayeye al lado de la playa, hay noches temáticas y se puede disfrutar de la misma comida que lleva su nombre. De una salchipapa costeña, las mejores de Colombia. De pescado. Mariscos. Arroz con coco y sus cócteles de autor.
Asimismo, en 1525 puede acceder a un desayuno que tiene los tradicionales fritos con generoso suero, o la comida en estilo estadounidense, aunque su oferta de panadería es local y tiene sabores como el arequipe incluidos.
Por otro lado, si luego de relajarse quiere una noche espectacular en la ciudad, puede irse a uno de los restaurantes más emblemáticos: Guasimo, del chef y artista Fabián Rodríguez Reyes, cuyo estilo caribeño y contundente se ve en la decoración de su local.

Sí, sé que los duelos se pueden pasar así. Que ir a la playa se relaciona más con un parlante, quemarse y hacerse trenzas. Que cada quién viaja como quiera y pueda.
Pero, para quienes desean otras experiencias y quizás encontrar en el mar una conexión, o porque sencillamente es lo que más les gusta, por qué no una ciudad accesible, diversa.
Que celebra cinco siglos de existencia y que enamora por cada fin de sus días en una permanencia que acaricia y a veces cura el alma.