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Chile: Nunca llueve al sur de la Alameda

Se construye sin planificación para el Barrio San Diego y Nataniel Cox.

POR JONÁS FIGUEROA

Cuenta Benjamin Vicuña Mackenna que, en tiempos coloniales, el ala sur de la Alameda estaba ocupada por conventos y hospitales. Más allá, se extendía un seco erial que se prolongaba hasta las rumorosas orillas del río Maipo.

El propio Vicuña relata que después de un gran reventón de aguas que sufrió este caudaloso río, la Alameda al sur muda el paisaje de pastizales y extensos tierrales por huertas y jardines. A partir de ello, surge un interés por lotear dichos terrenos, transformando a los monjes que ocupaban esas tierras en los primeros desarrolladores inmobiliarios de la faja de suelo que va entre los cauces del Mapocho y del Maipo. Después de los monasterios y las huertas en donde los frailes plantaban maitines al amanecer y plegarias al atardecer, vinieron los cuarteles y los colegios para comenzar a darle forma a los incipientes barrios y al olor de vecindades; después, llegan las palomas y los gorriones urbanos, suplantando los zorzales y las torcazas rurales. Ya en tiempos republicanos, los primeros gobernantes instalaron al sur de la Alameda los regimientos y los arsenales, las universidades,  los grandes parques urbanos y las cárceles; cuando llegaba la navidad también había regalos para los remisos y los expósitos.

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A veces, el Zanjón de la Aguada bajaba hinchado con el agua de la quebrada, arrasando las huertas y llevando consigo las lechugas, las auroras escarchadas y pesadas jornadas de los peones de la tierra. Cuando vino el director O´higgins puso orden a las aguas que sangraban el Maipo y surgió una agricultura de escala mayor. Los canales y las viñas comenzaron a dar nombres a los lugares que se habitan con tedio como no queriendo llegar lo que ya comenzaba a ser y estar: la ciudad moderna creciendo hacia el sur, en permanente pugna con la agricultura.

Y así, el Santiago de la Alameda al sur se fue llenando de alargadas casas con dos patios, uno para los sueños y el del fondo para las nostalgias que se han quedando huérfanas de medianeras. Y las manzanas se consolidaron entre veredas aún de tierra y calles empedradas; al correr de los años y los inviernos, se  llenaron de adoquines y tranvías, trayendo nuevos inventos a una ciudad pasmada entre el agua de colonia y las frutas de sartén. Esta parte de la ciudad era como el hermano menor que va heredando los pantalones y zapatos del hermano mayor, tal cual era el barrio fundacional, entre la cara norte de la Alameda y el río Mapocho.

La Alameda al sur se nos fue quedando dormida, sin cambios que viniesen a interrumpir las siestas de los secos veranos, rondando la pregunta de qué tiene la Alameda que da a cada lado una diversa suerte y un diferente futuro.
Y tal como en el pasado, hoy la Alameda al sur también hereda el frenesí del hormigón tal como su barrio gemelo, con altas torres que vienen a plantar su alargada sombra en calles que hasta ahora no conocieron ni la penumbra ni menos fueron recortadas por la silueta de la fachada de enfrente. Mal urbanismo, mejor no tener nada que tener lo que tenemos, si la normativa vigente acepta las mismas condiciones para una casa de dos pisos que para un edificio de 20 plantas, puestos en el mismo ancho de calle y vereda, con el agravante de atreverse de proyectar los pisos superiores sobre el espacio público, llenando de oscuridad el andar.

Malos urbanismos sujetos a la alta especulación del suelo; edificios aislados sin respuestas para la ciudad, exponentes del individualismo que nos absorbe; ante este pobre resultado, mejor no tener nada y dejar al libre albedrío la acción de inmobiliarias y constructoras, la suerte y el destino de un barrio que tuvo un mejor pasar; las mismas plazas, muy pocas o ninguna, los mismos espacios públicos que hoy se entregan libremente a los aparatos de hormigón de febles arquitecturas; malas normativas que es mejor no tenerlas si permiten lo que se observa en las primeras cuadras de las calles Carmen, San Isidro y Santa Isabel, San Diego y Nataniel Cox, por citar las que se nos vienen a la mente.

Edificios de viviendas en su mayoría a medio ocupar, nuevas universidades; inquietantes grúas torre que más temprano que tarde, vendrán a traer nuevas cargas y excesivos rendimientos de metros construidos a las mismas veredas y las mismas calles de la ciudad colonial. A pesar de los 200 años que nos separan de esa otra ciudad, el hormigón que como materia gris invade los cerebros, nos impide visualizar una renovación de una calidad digna de los nuevos ciudadanos que llegaran a ocupar esas altas torres. En otros sectores, los inmobiliarios venden la vista hacia los parques y la cordillera: ¿qué paisajes podrían vender estas torres plantadas en la nada como hongos de hormigón sobre sombreadas callecitas?

Hay demasiado hormigón en la cabeza de nuestros empresarios, demasiados ladrillos en sus bolsillos que les impiden dar el paso siguiente; autoridades edilicias que aceptan lo que ninguna ciudad del orbe podría aceptar: mala calidad, ninguna belleza y más encima aprovechamiento inmobiliario del espacio público, instalándose sobre las veredas para obtener más metros construidos; miseria de miserias. Nueva York, la ciudad pionera de los rascacielos, impuso una norma con el fin de no cegar la luz natural de los espacios públicos y el necesario soleamiento de los edificios situados de cara al contraluz. En nuestro caso particular,  de los edificios lustrines pasamos sin estación intermedia a estos altos muros de ventanas, siempre encortinadas para evitar la intromisión a la privacidad doméstica de la otra fachada, que se levanta algunos metros más allá.

Nunca llueve al sur de la Alameda; nunca llueve calidad ni razones que motiven una mejor ciudad: arbolada y con amplios espacios públicos, con mejores plazas y amplias veredas, acordes con las nuevas cargas que recibe el sector. A juzgar por los resultados, las autoridades hacen oídos sordos y vistas gordas al momento de negociar con la industria inmobiliaria ávida de hormigón y metros cuadrados, con el fin que sus ganancias empresariales se traduzcan en ganancias urbanas para los nuevos vecinos, sus clientes al fin y al cabo.

Más digna es la ruina y el erial que estas altas torres de malas arquitecturas y peores urbanismos que nos trae esta renovación que transforma el sur de la Alameda. ¿Cómo analizar esta renovación, sino es desde la subrealidad que nos ha traído el libre mercado, más interesado en la rentabilidad del aparato construido que en la calidad de la ciudad?

Esta renovación insostenible en donde prima el lote por sobre la manzana –a diferencia de la  zona de Azca en Madrid- o por sobre el barrio -a diferencia de La Defensa en París- sólo nos puede llevar a una ciudad de hongos de hormigón, carente de armadura y equilibrios volumétricos y funcionales.

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