No es cosa sencilla hacer el ridículo y mantener el estilo. A decir verdad, son cosas completamente opuestas y lograr ambas supone hacer malabares con la dignidad y la capacidad de reírse de uno mismo; lo sabré yo que soy campeona del ridículo involuntario y runner up de no dejar que mis chistosadas me destrocen el ánimo.
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Más a la fuerza que otra cosa, he aprendido que siempre es mejor reírse en lugar de limpiarse los mocos por hacer berrinche cuando te pasa algún infortunio. Y créanme, los eventos desafortunados están a pedir de boca, como si fueran accidentes con muchas ganas de ocurrir.
Este tipo de “madurez emocional” no llega hasta que acumulas un titipuchal de tropiezos, camisas manchadas, faldas metidas en el calzón, palabras inconvenientes, rodillas raspadas y uno que otro enamoramiento no correspondido. Porque, siendo francos, es mejor ser aliado de la mala suerte y del ridículo que luchar contra ellos. Una declaración de “madurez emocional” como ésta no puede darse sin hacer una confesión: descubrí esta fórmula hace muy poco, la verdad.
Confieso que, hasta hace no mucho, era enemiga acérrima de hacer el oso. Me chocaba la manera terrible en la que se me encendía la cara, las lágrimas que a huevo querían asomarse y la sensación de que seguro habría alguien riéndose de mí.
Casi obsesivamente cuidaba que no me pasara nada y, aún no me queda claro por qué, siempre acababa pasando algo digno de algún sketch cómico. Como si la chingada Ley de Murphy conspirara en mi contra y el universo se alineara para que se me rompieran los pantalones frente a una clase repleta o para que el chico que me traía cacheteando el pavimento me presentara a su novia el día que fui a declararle mi amor.
Hoy recuerdo cosas como esas y las cuento como grandes éxitos en mi repertorio para hacer reír a mis amigos. Y ha sido justo eso lo que ha cambiado mi percepción sobre el ridículo: me revienta que se rían de mí, pero que se rían conmigo es completamente diferente y, la mejor manera de lograrlo, es siendo la primerita en soltar la carcajada, para que a los otros no les quede de otra más que acompañarme en el infortunio sin tener que levantar un dedo acusatorio. Smart, ¿huh?
Es así como, cada vez que me descubro con los dientes manchados de rouge o tirándome algo encima en algún evento formal, me ruego para señalarlo con una sonrisa de oreja a oreja y me hago el lavado de cerebro para convencerme de que algún día será una gran historia para contar.
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Hacer el ridículo está implícito en todo lo que hacemos y sí, es un como un accidente con muchas ganas de ocurrir. Hoy no me preocupa (tanto) y estoy lista para asumir sus consecuencias con la dignidad intacta a punta de puro jajaja y jijiji.
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Para más jajaja y jijii me encuentras en Twitter como @jimenalacandona
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