No lo puedo creer definitivamente cagué por Facebook. La mina con la que estaba saliendo acaba de cachar todos mis mensajes más rancios, y ahora cagué con ella. Cree que soy un verdadero sátiro, un verdadero licencioso de las redes sociales. ¡Dime Diosito qué te he hecho yo para merecerme tan magno castigo!, ¡Por qué Diosito, por la rechuchatumadre me tiene que salir todo tan mal!, ¡Por qué a mí por la rechucha se me inunda el baño y me caga el gasfíter!, ¡Por qué a mí por la rechucha me cagan con la pensión alimenticia!, ¡Y por qué a mí por la reconchatumadre, me tienen que descubrir todas mis conversaciones más rancias de Facebook! Puta la hueva. Insólito. Cada día esto se está poniendo más color de hormiga… Diosito, yo te advierto no más, pero no es por nada, pero si me la sigues buscando, me la vas a encontrar. Si no me ayudas ligerito, me tendré que unir al lado más oscuro de tu competencia.
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Será…Sólo les puedo decir que mi historia, al igual que muchas de las historias más rancias de Facebook, comenzó de la forma más prosaica y estúpida. Por un descuido originado por mí. Era domingo. El reloj marcaba las doce y el caragallo se colaba despiadadamente por las cortinas. Estábamos los dos en la cama. Mi mina, la Cata, dormía. Se veía plácida y linda durmiendo. Las mujeres siempre se ven más lindas cuando duermen, y están con la boca sellada. Así son las mujeres. De pronto me paré para ir a ducharme. Me metí a la ducha, dejé mi Facebook abierto en mi celular-sobre la cama-y ahí se gatilló el conflicto. Ella repentinamente despertó, lo agarró, comenzó a leer todas mis conversaciones y mensajes más rancios y quedó la cagada. Ardió Troya.
Le pasó por sapa. Le pasó producto de su descriterio. Y es que nadie, absolutamente nadie, en su sano juicio, debería meterse en el Facebook de alguien como yo. Uno simplemente por autodefensa personal no lo hace. Aunque el Facebook esté abierto, aunque esté accesible, aunque esté ahí, nadie debería meterse. Nunca. Nunca porque eso es lo mismo que meterse en la alcantarilla más sucia de una ciudad. Yo soy la alcantarilla más sucia de una ciudad. Soy el diablo, soy un santo, soy humano, ¿Qué importa quién o qué carajo sea? Lo único que realmente importa es, que la mina que verdaderamente me gustaba, me cachó en pleno. Me cachó tres conversaciones tan fatales, tan cochinas, que hasta a mí me dieron ganas de vomitar…Bueno no tanto, porque igual me siguen calentando un poco… Pero igual.
La peor fue definitivamente la que leyó al principio. Una mini charla sexual, que sostuve con una mina que conocí en Orrego Luco, y que me había tirado tres veces. La mina era tan brava que le gustaba hablarme de los detalles más sórdidos y más escabrosos, con total desparpajo. Así era la mina. La mina me preguntaba abiertamente por el tamaño de lo mío, que “cuántos centímetros tenía mi lindo chorizo”. Y yo le contestaba: “que los que ella quisiera…Que mi chorizo era tan dúctil como una planta de Marihuana, que mientras más cariño le hicieran, mejor se portaba, más crecía”. Así de cuma era nuestra conversación. Y la Cata la leyó y casi se muere. Pero después siguió leyendo y más se murió. Yo seguía en la ducha. La cosa se iría poniendo aún peor.
Tan mal que me convencí definitivamente que el Facebook no debería existir, que el Facebook era igualito a un perro rabioso. A un perro al que primero uno encontraba inofensivo, pero que después te cagaba. Eso aprendí, que el Facebook no debería existir, que era inhumano que tú vida, tus gustos, tus ideas y tus conversaciones, se concentraran en un espacio tan pequeño y etéreo. Pero ahí estaba. La realidad se te venía encima con Facebook, eso aprendí. Tu vida en un espacio sideral infinito. En fin. La segunda conversación que leyó la Cata, fue muchísimo menos corrosiva que la primera. Tenía claramente una connotación sexual sí, pero era muchísimo más recatada. Allí una mina-que me había tirado en el cumpleaños de un amigo-me preguntaba si acaso yo era capaz de “hacerla feliz con una sunga de elefantito”. Y yo le respondía que era “muy capaz de hacerla feliz con la jungla completa”. Eso era todo. La Cata se fue a la chucha. Desde la ducha me pareció escuchar su grito ahogado.
Pero ese fue sólo un preámbulo. Su verdadero grito vendría después. Sólo en un par de minutos. Llegaría con la última conversación que leyó. La última conversación que leyó y que ya no era sexual, que era más bien una inocente invitación a salir. Allí una mina me invitaba a tomar unos tragos y yo le decía que sí. Eso era todo. Pero a la Cata fue la conversación que más le dolió. Fue la que más le dolió, porque en el fondo, era la única de las tres conversaciones que ella sí hubiese entablado conmigo. Ella solía invitarme a tomarme unos tragos como lo hacía esa mina. Finalmente a las 12:30 salí de la ducha. Me la encontré allí parada sobre mí cama. Mi celular estaba hecho trizas a un costado de ella. La Cata tenía los ojos anegados de lágrimas. Les juro por mi alma, que nunca en mi puta vida había visto a una mujer tan enfurecida como estaba la Cata. La Cata gritaba. Gritó y gritó por más de media hora. Eso, hasta que finalmente llegó un punto en que se quedó callada. No sé por qué, pero llegó un punto en que dejó de gritar. En que se quedó lánguida, descansando como un objeto inerte con la cabeza apoyada sobre un almohadón. Algo definitivamente se había roto en el episodio.
Pero lo peor de todo no fue eso, fue cerciorarme de que efectivamente algo muy grande se había perdido. Cerciorarme de que la Cata de verdad me gustaba. Porque lo único cierto era que la Cata no era ni loca, ni obsesiva, ni corrosiva, ni abusiva, ni tenía ninguno de los defectos que habitualmente habían tenido todas mis otras mujeres. La Cata no era así. La Cata era la Cata. Era una de esas minas piolas, que uno cada mil años conoce, y que si es más astuto de lo que yo fui, las conserva para siempre, o si no, las pierde también para siempre.
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