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Un revolcón necesario

Cassandra lleva un tiempo en Buenos Aires y al fin conoció un chico que remueve sus sentidos. Averigua qué pasa con ellos en esta nueva entrega.

Hoy amanecí con una extraña sensación en la cabeza. Con un sentimiento que desde hace mucho tiempo me ronda. De hecho creo que empecé a escribir este diario -desde hace tres meses- por lo mismo. Por este mismo sentimiento. Por esta misma resaca de realidad que me ataca a veces. Para sacármela de encima. Al maldito sentimiento que me ronda. Al maldito gusano con que amanezco cada maldita mañana de mi vida.

El gusano despierta y me hace sentir invisible. Me hace caminar entre cuchillas. De hecho apenas abre su primer ojo, y sorbe su primer trago de café, comienza a molestarme. Comienza a revolverme. Me hace sentirme extraviada. Perdida en la ciudad de Buenos Aires. Perdida en la ciudad de la furia. En la ciudad de los postes grandes y el pavimento abrasador. En esta ciudad que a veces me resulta tan devoradora. De hecho el otro día no más se lo comenté a mi jefe, y él sólo se limitó a decirme que estaba “desquiciada”.

-Cassandra, voz sos una piva que tendría que vérselas yaaa con un loquero-, me dijo. Y luego me sugiere su cama.  -Doblegáte de una vez por todas ante mí. Así dejarías de pensar tantas boludeces, nena-, volvió a sugerirme. Y por último volvió a entornar los ojos. Sus típicos ojillos oscuros, libidinosos y superficialmente festivos.

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Inclusive la dueña de la pensión siempre había dicho que era definitivamente él más lindo de todos. El único que había logrado llamar la atención de Cassandra. Él que más la admiraba a pesar de no ser nacida y criada porteña. Él que más le miraba las piernas cuando ella se levantaba a hervirse la leche por las mañanas. Y ahora por primera vez se lo encontraba en seco. Frente a frente en la calle Florida.

Insólito. Pero más allá de él, o de su inconexa charla, después de escucharlo, no puedo negar que al menos por un momento me dejó pensando. Me dejó dando vueltas algo en la cabeza. La certeza de que yo sí tenía una deuda pendiente. Un “deseo inconcluso” que debía resolver. Una necesidad vital que debía ser concluida. Quizás no con mi jefe, pero sí con otra alma perdida, que anduviese igual de extraviada que yo por el gran Buenos Aires. Definitivamente necesitaba tener sexo en el gran Buenos Aires. Eso era lo único que podía liberarme de la angustia lo antes posible. Y por lo mismo una mañana, definitivamente salí de la pensión, en busca de aquello.

Un sábado en la mañana en que la ciudad lucía pálida y a la vez bulliciosa. Como un tigre salvaje con las uñas limadas. Recuerdo esa mañana como si fuera hoy. Me veo aplanando las calles bajo el sol hipócrita de la ciudad ruidosa. Bajo un sol maquiavélico que la iluminaba apenas.

Y allí me veo caminando con las sandalias blancas de tacón gastado, con cara de nada. Yo Cassandra en una nueva vertiente de liberación sexual con cara de nada. Caminando y borrándome un poco más frente a cada momento. Haciéndome cada vez más invisible en la Ciudad de la Furia. Hasta que de pronto realmente comienzo a desaparecer de la tierra. Hasta que de pronto otra persona comienza a apropiarse de mí. A hablar por mí. A contar mí historia. A contar esta historia.

Sacúdete el camisón chica, se dice Cassandra, así misma, esa mañana, sabiendo que el trance se le hará sencillo. Porque esa mañana fue sencillo hallar al Pipo y después tomar la decisión de acostarse con el Pipo. La cosa es que él estaba tan disponible como una taza de leche, y Cassandra ni siquiera necesitó pedírselo. De hecho Cassandra recuerda el encuentro como si fuera hoy. Aún se ve, así misma, avanzando a través de los adoquines gastados de la calle Florida. Buscando algo. Sorteando los puentes improvisados de tablones rotos para evadir el cemento. Siendo ella y a la vez no siendo nadie. Perdiéndose entre los miles de seres invisibles. Y de pronto encontrándose cara a cara con él. Con el Pipo. El chico más “lindo” de su pensión. Un chico que ya vivía en la pensión donde Cassandra se estaba quedando, inclusive antes, de que Cassandra llegase.

Porque inclusive la dueña de la pensión siempre había dicho que era definitivamente él más lindo de todos. El único que había logrado llamar la atención de Cassandra. Él que más la admiraba a pesar de no ser nacida y criada porteña. Él que más le miraba las piernas cuando ella se levantaba a hervirse la leche por las mañanas. Y ahora por primera vez se lo encontraba en seco. Frente a frente en la calle Florida. Tomándose su cañita de birra bajo el mismo sol hipócrita, que esa mañana justamente, la había deprimido tanto a Cassandra. Aunque lo bueno era, que al menos cuando lo vio, comenzó a alegrarse la vida.

De tal forma que en una demostración casi indescriptible de arrojo, considerando lo quitada de bulla que era Cassandra, logró invitarlo a tomarse una segunda birra-que jamás le pagaría por supuesto, sólo para lograr sentarse a su mesa. Y de ahí para adelante sólo coqueteó con él. De la única forma que conocía. Desde su manera torpe y desguañingada. Mostrándole sus rodillas huesudas y emitiendo sus clásicas frases descontextualizadas y torpes. De hecho a pito de nada, de pronto le dijo, que hasta hace sólo un par de meses no más, ella le repetía a todo el mundo que la tierra era “cuadrada”.

-Sabes Pipo, la educación en mi país es tan mala, que yo de verdad creía que la tierra era cuadrada-, le dijo Cassandra. Él solo la quedo mirando. De inmediato supo que esa era su única manera más concreta de conquistarlo. De hecho después de eso, de inmediato la sacó de allí.

-Sabés Cassandra, nosotros deberíamos conocernos en otro lugar, ¿Te venís conmigo a la pensión?-, le preguntó, y Cassandra de inmediato le dijo que sí. De alguna manera presintió que costara lo que costara, le convenía caer dentro de las sábanas floreadas y corrientes del argentino.

Y cayó. Una hora después ya estaba allí. Agazapada con él. Sintiendo su aliento rancio de la birra. Escuchando el Dínamo mientras hacía el amor al ritmo del rockero ya paralítico. En el habitáculo más pequeño con toda la humedad de este mundo. Y allí Cassandra de nuevo. Haciendo el amor como nunca lo había hecho. Nunca había abierto los ojos en pleno acto para verlo. Para disfrutar del argentino. Y allí nuevamente se desconoció así misma. Nuevamente se cuestionaba todo. Nuevamente se preguntaba por qué diablos estaba allí. Soportando un peligroso tren que le pasaba encima. Porque allí nuevamente escuchó el crujido. El crujido del colchón, el vaivén de los resortes y los gemidos del Pipo. Porque el Pipo gemía mientras estaba allí. Gemía y gritaba.

-Sos grande Cassandra, te partiré en dos-, le decía, mientras Cassandra sólo cerraba los ojos. Los cerraba, mientras esperaba pacientemente a que le llegase su hora.

Hasta que de pronto le llegó. Su primer orgasmo en la Ciudad de la Furia. Allí mismo en la pensión. En el habitáculo más pequeño. Primero el cosquilleo. Después la sensación de vacío. Después el preámbulo de la euforia. Y por último el rompimiento del dique. Porque efectivamente de pronto Cassandra sintió el rompimiento de un dique. Porque así fue su orgasmo. Fue un rompimiento y su consiguiente aullido. El aullido limpio y frágil de Cassandra. Cassandra una vez más demostrándole al mundo que era capaz de aullarle a la ciudad de la furia. Una vez más demostrándole al mundo que era capaz de tropezarse con una pálida, pero no por ello menos certera, felicidad.

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