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No todo lo que brilla es oro

Todos escondemos algo debajo de la alfombra.

Por esas cosas de la vida fui a parar a un lugar que se llama Montreux, cerca de Ginebra, en Suiza. Si googleas, seguramente te saldrá como el pueblo en el que se fue a morir Freddie Mercury.

Quien dice pueblo para referirse a este lugar se equivocará rotundamente porque en realidad es una especie de Jardín del Edén. Un espacio perfecto, lleno de beautiful people donde ni la naturaleza es natural, salen florecitas hasta de los inodoros. Todo ha sido puesto buscando la perfección, el orden y la opulencia.

Me pregunto yo, qué habrá visto Mercury en este lugar que le pareció adecuado para dejar en él su último aliento. Bueno, aparentemente, es un lugar de reposo cuya vista al quieto lago te entrega calma y bienestar. Así que me lo imagino mirando al infinito desde una magnífica terraza hacia el agua que todo lo aclara, que todo lo purifica, mientras su cuerpo se descomponía poco a poco.

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A mí me hizo pensar en lo que cuesta conseguir la imagen dulce y limpia de un lugar así, en toda la falsedad que en realidad hay en lo idílico.

Todos escondemos alguna cosa debajo de la alfombra y cuando veo algo reluciente e impecable no dejo de pensar en que, por perfumado que sea el ambiente, algo huele mal.

Al alejarse del borde del lago y observando con atención cómo cae la noche se podía ver pasar silenciosas a las prostitutas, a ciertos personajes decadentes y a más de un jugador desafortunado que hoy vende droga o algo que cubre una necesidad poco ortodoxa del dueño de casa con piscina.

En general, siempre todo aquello que parece bello y que está construido con dedicación y esmero en “parecer” perfecto se aleja mucho de un manantial puro de montaña.

No cuesta nada sentirse desgraciado en un lugar como Montreux, como no cuesta nada sentirse un completo fracasado ante el magnífico y reluciente éxito de los otros. A las solteras que se sienten solas les provoca escozor la vida en familia feliz, al ama de casa le resulta irritante esa ejecutiva que tiene una colección infinita de zapatos, a la que no llega con soltura a fin de mes le cuesta no sentirse violentada por quien saca su tarjeta dorada para pasar el fin de semana en un spa… y así.

Y nadie nunca está del todo satisfecho porque la envidia es muy mala, pero peor aún es no saber cómo vivir con lo que somos y se nos va el tiempo en adornarnos, en disfrazarnos para “aparecer” magnífica y rebosante de alegría ante el otro; ese que nos mira todo el tiempo y, que de no estar ahí, todo sería mucho mejor porque podríamos dejar de aparentar para sólo ser.

Entiendo porqué Mercury quiso alejarse del show business para desaparecer en ese lugar alejado del mundo, silencioso e idílico, es porque ahí el que te mira no te ve. Porque por fin, donde todo es armonía, la imagen se impone y la persona se diluye. Ahí nadie nunca te hará una foto con la carne en llaga porque eso sería romper con el pacto tácito que dice que si lo puedes pagar, lo puedes esconder.

Yo te digo una cosa, y no es envidia, “lo juro por ésta”, sentí alivio al alejarme hacia lo feo de mi balcón con ropa tendida.

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