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Encuentro con una estatua (II Parte)

“Siempre he creído que las cosas extrañas pasan por algo. A la gente extraña le pasan cosas extrañas. Mi madre siempre lo dice”. No te pierdas la nueva entrega de esta intensa historia.

Hoy debo confesarle a este diario que finalmente mi encuentro con el hombre estatua, resultó ser inclusive más irreal, que el hombre estatua mismo. El encuentro se dio bajo el mismo manto gris de Santiago que cubre a todos los demás giles de este país, aunque sólo a mí me tenía que pasar algo tan bizarro, como lo que me pasó.

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Siempre he creído que las cosas extrañas pasan por algo. A la gente extraña le pasan cosas extrañas. Mi madre siempre lo dice. Aunque últimamente- pienso- que mi madre tampoco es una persona digna de ser escuchada.

Pero más allá de mi madre, mi encuentro con el hombre estatua, sí que fue algo que superó todos los límites. Y es que en un momento dado me vi caminando con él-en el reflejo de una vitrina- y casi no lo pude creer. El cuadro tenía algo torcido. Yo, Cassandra con 23 años recién cumplidos, caminando por Irarrázabal, con un hombre estatua de más de 35, vestido como Michael Jackson de Thriller, definitivamente tenía algo torcido. La imagen se dividía como una pila de polos opuestos. A cada tanto, porque el hombre estatua, insistía en tratar de llenarme la cabeza con pajaritos. En tratar de hablarme mal, de casi todos los políticos de nuestro país. De puros políticos que me importaban un bledo.

Y luego emitía carcajadas siniestras para rematarla. Tan siniestra que hasta llegó a gustarme. Por primera vez en la tarde llegó a gustarme. Como la primera vez que lo divise en la calle. Me pareció atractivo como aquella vez. Tan atractivo que de pronto se me ocurrió una idea.

Y sólo porque según él era “anarquista” y todos los anarquistas pensaban así. Yo por mi parte jamás había visto uno, pero sí pensaba, que me hubiese gustado mucho más que hubiese estado callado. Un hombre estatua callado me parecía muchísimo más atractivo que uno tan hablador. De hecho yo me había enamorado del hombre estatua, mudo. Del genuino Michael Jackson de Meiggs, que divisé actuar durante meses, al frente de la tienda de maquillajes de la señora Iris. Al frente del templo de baratijas donde yo trabajo. Pero a esas conclusiones llegué después.

Antes de eso, en la prehistoria de eso, antes de que siquiera el hombre estatua comenzara a hablarme, un día tuvo que pasarle algo lo suficientemente sorpresivo, como para verse obligado a ello. Obligado a abandonar su pose, y decirme hola. Todo partió con una emergencia. Un día el hombre estatua, tuvo una necesidad, que simplemente rompió su mundo. Una necesidad fisiológica que sencillamente lo obligó a pedirme el baño. Lo recuerdo hasta ahora. Lo veo entrando a través del pequeño y lamentable pasillo de la tienda de maquillajes de la señora Iris, con su cara completamente pintada de dorado, y su gesto “suplicante”. Lo veo allí, todo encorvado y frágil, y sólo puedo pensar en una imagen: en mi perro pidiéndome lo mismo que él, en la madrugada. En el anciano e intrépido Negro Vicente, poniéndome los mismos ojos de necesidad.

Porque el hombre estatua esa vez, también me miraba así. Pensé que quizás por cuántas horas había estado esperando su momento. Esperando hasta que finalmente se fuera la bruja de mi jefa, para pedirme el baño. De hecho no demoró ni dos segundos en llegar corriendo. Apenas la vio partir. Y luego salió. Salió con la cara completamente renovada. Transformada. Con la cara limpia y el traje de Michael Jackson todo percudido. De cerca el traje se veía aún más precario que desde fuera. Y me invitó a salir. Y salí con el hombre estatua que ya no era más el hombre estatua. Que ya había pasado a convertirse en cualquier humano disfrazado de Michael. En cualquier otro “anarquista” de 35.

Porque, como antes dije, apenas comenzamos a bajar por Irarrázabal, de inmediato comenzó a marearme con su cantinela. Con su vertebra más política. Su vertebra anarquista. A hablarme de puros políticos lateros, que yo ni siquiera conocía. Despotricando contra todos ellos. Como si a mí me hubiese importado algo. Con su traje del difunto Michael. Pero despotricando más contra Longueira. Contra ese mismo político con cara de malo del cual yo misma hablé una vez aquí. En este mismo diario. Porque al parecer, el hombre estatua le tenía un odio particular a ese. Opinaba que era algo así como un zorro con piel de canario o un lobo con piel de oveja, (la verdad es que esa fue la parte que menos entendí). También decía que escuchar a Longueira- en los pajerísimos debates presidenciales de la tele- era lo mismo que escuchar al Vaticano. Que tenía la lengua completamente oxidada. Que hablaba igualito a esos sacerdotes antiguos de trajes raros. Igualito a esos que andaban vestidos como el Señor de los Anillos: con capuchón café y zapatos de duende. Así igualito lo veía el hombre estatua al tal Longueira.

Y me lo recalcaba una y otra vez, como neurótico. Con la cara demasiado roja como para gustarme un poco. Tan roja como su traje. Lo suficientemente roja como para llamar la atención de todos. Al nivel que hasta los transeúntes comenzaron a gritarle cosas, cosas como que por qué no se relajaba un rato, cosas como que por qué no mejor, se iba a poner los colmillos de lobo y los ojos rojos para asustar en serio.

Tanto, que llegó un momento en que el hombre estatua, tuvo que pararse en una esquina, respirar profundo y explicar su odio. Me dijo que simplemente odiaba a Longueira porque quería odiarlo. Porque era anarquista y porque según él, supuestamente, todos los anarquistas usaban barba, tenían pelo largo y pensaban así. Y a la Bachellet también la detestaba. Por la misma razón que al otro. Le decía la “gorda lechona” por la misma razón que al otro. Porque sí. Y luego emitía carcajadas siniestras para rematarla. Tan siniestra que hasta llegó a gustarme. Por primera vez en la tarde llegó a gustarme. Como la primera vez que lo divise en la calle. Me pareció atractivo como aquella vez. Tan atractivo que de pronto se me ocurrió una idea. Recuerdo que íbamos casi llegando a Plaza Italia, cuando se me ocurrió la idea. El beso. Después de divisar la interacción de dos palomas. Dos palomas topándose sus picos a las afueras de un metro. Suficiente imagen para mí. Suficiente para pensar que una tarde siempre podía terminar mejor que un hombre estatua hablando de política. Que una tarde siempre podía terminar mejor que eso. Quizás en un acto que simplemente imitara la torpeza de dos palomas

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