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El inicio de mi diario de vida

Les presentamos la nueva columna de Leo Marcazzolo, quien semana a semana irá construyendo esta historia de ficción y realidad. ¡Bienvenida!

Hoy estoy inaugurándome en esto del diario de vida. Sé que puede sonar cursi y todo eso, pero creo que necesito comenzar a escribir palabras. Comenzar a escupirlas antes de que se las lleve el diablo.

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Dicen que los malos pensamientos los arranca el diablo, y los hace realidad. Eso decía mi abuela, pero como yo los estoy escribiendo, se deberá quedar con las ganas. Así se los hago lejanos. Esa es mi esperanza. Debo decir además, que mi necesidad comenzó con el inicio de un miedo profundo. Un miedo que llevo guardado desde hace meses. Tengo miedo. Amanezco así cada mañana. Como una ardilla agazapada en su propia jaula. Respiro y siento mi mal aliento. Me trago el café matutino, y es como si un líquido repleto de vidrios rotos se deslizara por mi garganta. Todas las mañanas lo mismo. El origen de mi miedo parte desde mi propio trabajo. Nace en un cuchitril infecto en el cual desde hace dos años que me gano la vida. Trabajo en una tienda de cosméticos en una esquina recóndita de Irarrázabal.

La tienda se llama “Bella” y allí se concentra el origen de mi miedo. Mi gran temor es permanecer allí por siempre. Detrás del mostrador, sonriéndole a pura gente poco agraciada, cuya gran paradoja es querer adquirir cosméticos para remediarse sin tener remedio. Y mi temor reside en ellos. En seguir viéndolos envejecer hasta su último suspiro. En esa tienda maldita. En ese habitáculo infecto, donde se podrían criar callos, arrugas y ojeras y el tiempo no se alteraría nunca. Porque “Bella” es un lugar infinito. En “Bella” van a morir los cisnes. Su dueña es la reina del banquillo. Doña Iris, que no tiene ningún miserable centímetro de su cara que sea mínimamente pasable. Doña Iris que se aplica cada mañana una capa doble de sombra verde en los párpados, y un brillo rosado semi violeta en los labios, y que ve crecer su fealdad. Cada día. Y no puede hacer nada por evitarlo. Su reino es testigo de su desgracia. Si tuvieran la oportunidad de observarla dirían exactamente lo mismo que yo. Pero la gente no lo dice. La gente pretende ser “buena” y quedarse callada. Todos hacen lo mismo. Hacen méritos para llegar al cielo.

Yo misma logré comprobarlo. Le comenté a mi mamá -a la hora de comida- que doña Iris debería estar jubilando, y mi mamá reaccionó de la peor de las formas posibles. Con el peor de los castigos. Intentó quitarme mi ración de leche asada, y cambiármela por una manzana harinosa, extraída de los confines más tenebrosos de su refrigerador. Qué se habrá creído. Qué peor castigo podría haberme dado. Ninguno. Porque a mí me enferman las manzanas harinosas. No existe nada en el mundo que me moleste más que ellas. Sentir esa textura en mi boca, sencillamente me mata. Me lleva a gatillar los peores sentimientos. Puedo inclusive matar a una lagartija o un roedor. O desquitarme con una hormiga o una chinita. Con cualquier insecto que haya deambulando por las cercanías si se entiende.

Y por lo mismo que mi mamá me propinó dicho castigo, para que ya no anduviera diciendo nunca más que doña Iris, debería marcharse. Al parecer bajo su techo, una niña de veinte años como yo, simplemente no puede andar diciendo esas cosas. Va contra su marco teórico. Aunque la verdad es que siempre -ese tipo de exabruptos míos- han ido contra su marco teórico. Mi mamá siempre ha sido igual. Siempre se ha comportado como una abeja reina entrampada en su propia caja de fósforos. Cuando era chica, por ejemplo, una vez incluso llegó al extremo de intentar obligarme a tragar un cuarto de jabón gringo, sólo para que ya no le dijera más que tenía ojos de sapo.

Lo recuerdo como si fuera hoy. Eran las nueve de la mañana y ella apareció con sus ojos de huevo frito, y con mi vaso colmado con leche con Milo. Y yo -de pura maldita no más- en vez de agradecerle, le dije lo de los ojos. Me fue imposible no hacerlo. No desayunar a esa mujer, que era mi madre, con la más pura de las verdades. Aunque le doliera. Y eso que venía acarreando una bandejita con mantelito blanco y servilleta. La divisé en la penumbra y me fue imposible quedarme callada. Nunca he podido quedarme callada. Nunca. Creo que por lo mismo estoy escribiendo este diario, para no decirle más a doña Iris ni a nadie, lo que realmente pienso. Que estoy contaminada, que tengo veinte años, que mis pensamientos ya no me dejan respirar, y que cualquier día de estos, voy a mandarlos a todos, un ratito a la mierda.

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