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Todo por un mártir

María José Viera Gallo reflexiona sobre la muerte de Daniel Zamudio y ser gay en Chile.

De vez en cuando hace bien escuchar preguntas estúpidas. Esto sucedió antes de que Daniel Zamudio se convirtiera en mártir, antes de que liberales y conservadores disfrazados de liberales levantarán juntos la bandera anti homofóbica, antes del estreno de Joven y Alocada, la primera película chilena contemporánea de iniciación bisexual-lesbiana, antes de que Pedro Lemebel escribiera el obituario –manifiesto más iluminado y valiente que jamás se haya publicado sobre el cáncer de la discriminación versión chilensis.

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El asunto es que alguien me pregunta si me importaría que mi hijo fuera gay. Mi hijo, de 4 años, corretea por la casa disfrazado de pirata, derramando una energía sin sexo, más propia de un animé japonés que de un ser humano que algún día se definirá a sí mismo como heterosexual u homosexual (y sus variantes intermedias).

¿Por qué mejor no me preguntas si he fantaseado con tener un pololo negro, o algo por el estilo?, le digo consciente de mi ironía. La persona aludida no entiende mi punto. Da igual. Lee mejor Cosmopolitan. Escucho sus fundamentos, resumibles en que todas las madres tenemos aprensiones sobre la orientación sexual de nuestros hijos, incluso las más abiertas de mente. Insisto en que yo no pertenezco al grupo “ponte el parche ante la herida”. Que hay otras cosas que me inquietan sobre el futuro de mi hijo y no son precisamente si un buen día lo descubriré masturbándose frente a una foto de Morrisey o de Kate Moss, o una tarde aparecerá en la casa de la mano de una chica o un chico, o varios años después me dirá que se casa con una mujer o un hombre que ama, en fin, que su felicidad es la mía, y los reales problemas de la existencia no pasan por el pene o la vagina, blablablabla. Hablo tanto en favor del amor universal que hasta Pilar Sordo me aplaudiría.

Pasan unas semanas. Unos post adolescentes neonazis dejan al borde de la muerte a un hasta entonces desconocido Daniel Zamudio. Imagino que Daniel es mi hijo y pienso que sí me importaría que éste fuera gay en un país donde es de riesgo vital serlo; donde la homofobia no empieza ni termina en una golpiza desatada, sino gravita día a día en el no siempre mortal universo de las palabras, haciendo uso, en serio o en bromas, de una vasta paleta de léxicos que van de maricón, cola, a fleto, e incluso sacando aplausos y risas por eso (¿Festival de Vina algún mea culpa?); un país cristiano, amigo de los débiles y desposeídos, de la Teletón y Don Francisco, que se espanta de que existan grupos neonazis que salen a limpiar nuestras calles de noche cuando nadie en el Estado o en la Tele, que para mí ya son lo mismo, se toman un minuto para repetirnos la Declaración Universal de los Derechos Humanos y deja que el bullyng sexual violente sicológicamente a miles de estudiantes en el colegio; un país, cuya clase política de derecha, en favor de la hype internacional progre y comprometidos con sus promesas electorales envía proyectos de unión civil, pero no aprueba el paso anterior, el más básico, el de una ley antidiscriminación sin excepciones; un país en el que los gays públicos se llaman Jordi Castell o Pablo Simonetti y no hay ninguna figura política -ministros, diputados o alcaldes-, salidos del closet; un país y perdón por ocupar tanto la palabra, que ama a sus grandes poetas y sus Premio Nobel, pero censura o llama a la autocensura cuando se trata a Gabriela Mistral de lesbiana; un país que lee best seller como “Raro”, ve teleseries con temáticas homoeróticas, y mientras evoluciona por dentro y convive con diversos tipos de familia se mantiene igual o peor por fuera, vendiéndonos delirios de zoofilia y modelos publicitarios de felicidad hecho a la medida de promociones familiares; por último, un país que contaminado como está de la más sucia e invisible homofobia, sin embargo le hace un cortejo funebre a su primer mártir gay.

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