Es inevitable. Estos días, que debieran ser fríos en el hemisferio norte (vivo en Ciudad de México, por si no les había contado) resultan calurosos, en realidad. Es solo hasta que llega la tarde que empezamos a sentir el efecto del invierno de este lado del mundo. Y el invierno no es otra cosa sino el final de todo. La meta, el último paso.
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Los finales son importantes. En un libro, marcan el termino de la historia. En una película, nos permite digerir lo que presenciamos durante dos horas (tres si es “cine de autor”). En una relación, nos permite empezar a cortar con lo malo, con lo que hizo daño.
A mí me gustan los finales. Me gusta el invierno. Los árboles están casi sin hojas, las calles cada vez más vacías. Es como si con esta época, además de irse el calor, se fuese el resto del mundo también. Uno puede caminar por ahí y no encontrarse a nadie por cinco o diez minutos, lo cual es un récord en una ciudad. En esta ciudad. En cualquier lado. Las tiendas anuncian sus ventas de liquidación, las oficinas cierran sus puertas. Es el Pequeño Gran Ensayo para el Fin del Mundo. Es el no va más, es el todo al mismo precio. Es el adiós.
Adiós. Adiós es una palabra determinante. Uno siempre debería decirla cuando alguien se va. Nah, no es por el clásico “es que tal vez te mueras y no te lo pueda decir”. Frase que, si me lo permiten, va más allá del morbo. Es porque debe haber finales. Las cosas, necesariamente, terminan. De no ser así ¿sería lo mismo? ¿Disfrutaríamos igual? Pensemos esto y disculpen por adelantado el ejemplo un tanto infantil. Creo que ustedes recordarán esa película llamada Willie Wonka y la Fábrica de Chocolates. Hablo de la primera versión, la de Gene Wilder. En ella, se habla del Everlasting Gobstopper, un caramelo que no se termina jamás.
Pero ¿queremos un caramelo que no se termine nunca? No lo creo. La verdad es que los caramelos, los chocolates, un buen libro, una gran serie de TV, una película conmovedora, un beso… todo debe tener un fin. Lo necesitamos, lo codiciamos aunque con mente y corazón invoquemos el “que no se acabe”. Tiene que terminar porque, si fuese todo eterno, si viviéramos por siempre ¿qué sentido tendría la vida?
Uno debe estar dispuesto a dar ese último beso, ese abrazo más apretado y duradero que los anteriores, esa palmada en el hombro. Uno debe decir “adiós” cuando una relación llega a su irremediable fin. Uno se lo debe al otro, ese carpetazo, ese telón descendiente. Esos créditos de salida.
Me gustan los finales. Por eso me gusta el invierno. Porque todo muere, todo queda en paz. Todo es silencio. Pero, hey, justo después de ello llega la primavera. El terminar un libro nos permite comenzar con otro. En el de una película se puede tomar la mano de la chica, verla a los ojos y saber que todo está bien. En el de una relación, se puede empezar a olvidar, se puede perdonar, se puede amar al recuerdo por lo que es, por el lugar que ocupa en la memoria. Se puede sanar. Se puede llegar a la primavera en donde todo florece, todo vuelve a nacer, todo comienza de nuevo. Y podemos disfrutar tanto, tanto ese año, esa novela, esa cinta. Ese segundo entre el “buenas noches” ante la puerta de un departamento y el inevitable y cierto roce de unos labios nuevos.
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Que tengan un gran fin de año. Que tengan un gran principio del siguiente.
Y así, hasta el infinito.