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No hay cliché que se repita ni majadera palabra en situaciones como estas. Mi primo tenía 22 años cuando murió. Yo era súper chica pero sí recuerdo que él era una persona tremendamente especial; un artista de la fotografía que era capaz de esperar horas sentado en el patio a que un colibrí fuera a tomar agua en la pileta, para poder capturarlo.
Murió no en su propia ley, pero que rechazó lo que más pudo toda clase de analgésicos porque no quería dormir sus últimos momentos de vida. Cumpleaños feliz y una torta antes de entrar a pabellón, las lágrimas y la incredulidad a la salida. Una leucemia que llegó con sangrados de narices inexplicables, pasó por un momento de recesión y cuando menos se esperaba, el bajón y la realidad golpeando en la cara.
“Cami, vamos a la clínica, ¿te puedes quedar solita?” valiente a los 10 años, dije que sí. No existían celulares pero mi mamá me dejó el teléfono de la vecina, que tenía llaves de la casa. Esa noche lloré un poco por pena y un poco por no entender las cosas de los grandes y recé que si a mi primo grande, ese que cuando chica me hacía manteo con su hermano y yo llegaba a llorar por todo el bullying, le dolía mucho, que mejor se fuera al cielo. Y mi oración se cumplió. Mucho tiempo sentí una especie de culpa idiota, pero sólo pocos años atrás entendí que en realidad no era mi oración, sino una enfermedad que nadie entiende y que ataca más a los que se supone tienen tantos años por delante.
Mi enorme familia se unió más que nunca: hubo palabras sabias, palabras repetidas, palabras idiotas y discursos resquebrajados. Nadie con malas intenciones por cierto, pero como nadie sabe qué decir, yo le pregunté a mi mamá qué tenía que decirle a alguien que estaba triste cuando alguien se moría. “Nada” me dijo.” No tienes que decir nada. Porque es imposible entenderlo. Sólo tienes que estar ahí. Una de las cosas más sabias que he escuchado”. Cuando muere alguien, a veces, si la persona es de confianza, le digo simplemente “Puta la hueá”. Por que no sólo hay pena, sino también una rabia inexplicable, y nada de lo que uno pueda decir sirve, excepto quizá decirle que a ti también te da rabia que los que uno quiere se vayan.
Y es que ¿de qué ley de la vida estamos hablando? Claramente hay un vacío legal que permite que “la vida” se lleve a los más jóvenes. Y para los padres, no hay ley alguna que explique por qué diablos se pierde a un hijo. Yo no sabría explicarlo.
Hoy mi madre veía la televisión con pena, quizá porque recordaba a mi primo Martin o quizá porque recordaba al hijo de su ahijada, fallecido por una leucemia fulminante. Quizá porque es madre o quizás porque estuvo demasiado cerca de las otras madres cuyos hijos habían muerto.
“Por qué de amar para entender, es preciso amar, por qué” dice con melancolía Gal Costa en una de las canciones más tristes de desamor. Quienes han perdido a un hijo, dicen que sienten que una parte de ellos ha muerto. Quizá para entender de muerte, es preciso morir; y sólo mueren un poco los padres de quienes mueren.
La fundación Renacer, creada por la periodista Susana Roccatagliatta, autora de los libros “Un hijo no puede morir” ,“Un hermano no puede morir” y “La otra cara del dolor” junto a otros padres que pasaban por su situación, sale a la luz en momentos que mucha gente se conmueve ante el trágico fallecimiento de Rafaela, la hija de Marisela Santibáñez.
Renacer fue fundada en 1992 y, desde ese momento, agrupa a padres con un prolongado duelo que han podido salir adelante, y que reciben a padres con un duelo más reciente que les permite tener un valioso espacio de contención y apoyo.