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La Primavera de Washington

Otra mirada a la capital estadounidense

Cual homicida que regresa a la escena del crimen, cada cierto tiempo me gusta volver a lugares que han marcado momentos en mi vida. Volé hasta Washington D.C., ciudad donde estuve becado en mi época universitaria. Mágica y coincidentemente, el mismo día en que partí, pero ahora ocho años más tarde, aterrizaba en el Dulles International Airport.

Era justo la época del Cherry Blossom, cuando los cerezos florecen y dan una estampa maravillosa a la capital. Esto, cuando cada año el Distrito de Columbia se tiñe de rosado, recordando aquel hermoso regalo que hizo Japón a los Estados Unidos. Fue un día 27 de marzo, hace noventa y siete años, cuando el alcalde de Tokio, Yukio Ozaki, obsequió los cerezos como símbolo de hermandad.

Sentado en el metro pensaba que este no es un país querido por el mundo; y que para muchos, los “gringos” están muy por bajo la media intelectualmente hablando, aún así les copiamos todos, o casi todos, sus modelos. Sé que cuando hablo de EE.UU., pocos entienden mi cariño por su gente, y lo cómodo que me siento aquí. Es como un placer culpable, porque los demás te hacen sentir que no estás bien cuando amas, lo que el resto por lo general, detesta.

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En fin, de las ciudades que conozco, Washington es la que se adueña de la primavera más linda, y en la que esta se vive y respira en cada esquina, con tulipanes de infinitos colores y árboles en flor. Así, cada cuadra que caminaba, sentía que ese hedor espantoso del abono desperdigado por los jardines, en los meses previos, vaya que valió la pena.

D.C., como le llaman los locales, tiene fama de ciudad seria y aburrida. Para los europeos más críticos, una capital de mal gusto, ya que la opulencia de su arquitectura clásica, fue construida hace muy pocos años, si se compara con la del viejo continente. Pero quienes han tenido la suerte de permanecer más allá de una semana, saben que es una ciudad amigable para recorrer, limpia, con una oferta cultural interesantísima, y con un perfil del ciudadano americano que no se ve en otros rincones de los Estados Unidos.

Decidí repetir la ruta de mis fines de semana, que comenzaban en el zoológico, cerca de mi departamento en Woodley Park. Pasaba la mañana embobado con los pandas, elefantes y cuanto animal existe; prestando máxima atención a las explicaciones en vivo de las conductas de las especies. El Zoológico Nacional y los museos más renombrados, pertenecen a la Smithsonian Institution y la entrada a estos recintos es gratuita, para nacionales y extranjeros.

Caminando llegué a Adams Morgan, barrio multicultural donde te topas con cocinas de todo el mundo. Alguna vez, mi jefe me convidó a un restaurante etíope. Nos recuerdo sentados en el suelo y fascinados comiendo con las manos.

Más tarde seguí rumbo hasta The Mall, que lejos de ser un centro comercial, es el sector que, flanqueado por el Capitolio y el Lincoln Memorial, reúne a los museos más importantes: Historia Americana, Historia Natural, del Aire y el Espacio; entre otros. Es frecuente ver delegaciones de colegios, porque para el estadounidense, es sagrado venir al menos una vez en su vida a esta ciudad, donde se concentra el alma y espíritu patriótico de la nación.

Ya pasadas las cinco de la tarde, comenzaba mi regreso y esta vez hice lo mismo. Tomé el metro y bajé en Dupont Circle, que no sólo es el barrio gay acomodado, sino uno de los sectores más lindos de la ciudad. Aquí es posible encontrar varios edificios históricos y embajadas, además de la librería Kramerbooks, abierta las 24 hrs los fines de semana, con música en vivo y amistosos clientes. Famoso es este local por el escándalo Lewinsky. Aquí Mónica compró libros para el ex presidente Clinton, y la librería se opuso a dar detalles de la transacción por comprometer la privacidad de la clientela. Finalmente tuvieron que ceder acusados de entorpecer una investigación federal.

Estaba oscuro y ya no era el mismo, pensaba, parado en la esquina de Calvert y la 29th St. Ya no uso barba ni anteojos. Finalmente aprendí a cocinar y planchar. Vivo a miles de kilómetros en una capital de la que el mundo no sabe mucho, y donde de nada sirven mis lecciones aprendidas en la escuela americana del amor. Miré la ventana del que fuera mi dormitorio. Me sentía un psycho, un Chilean Psycho, que regresaba ocho años más tarde al sitio de sus crímenes más dulces.

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