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Huyendo de vecinos, amigos y familiares

Javier Ramos está más mañoso que nunca.

Cuando era pequeño, como ya les he contado, vivía en un pequeño pueblo en el sur de Chile. Por lo mismo, el timbre de la casa sonaba innumerables veces al día. Si no era el lechero o el cartero, era algún amigo del barrio que venía a buscarme a mí o a mi hermano para jugar al fútbol. Pero claro, también podía ser cualquiera de mis primos, primas, tíos, tías, madrinas o padrinos; los que sin decir “agua va”, se dejaban caer a almorzar, tomar once o simplemente “pasar a conversar un rato”. Por lo mismo, no tengo muchos recuerdos de tranquilidad y silencio en mi hogar durante mis años de infancia.

Así las cosas, con esta información en mi ADN mental, desde que vivo en Santiago me he preocupado de no vivir cerca ni de familiares ni de amigos. Para así proteger de la mejor forma posible mi privacidad. Porque claro, es cómodo que algún amigo viva cerca para que te apañe con alguna urgencia, lo mismo con un  pariente. Pero créanme que, al menos en mi caso, muchas veces es preferible prescindir de ese beneficio con tal de no recibir estos verdaderos paracaidistas en tu hogar, sin previo aviso, y en las situaciones y horarios más increíbles. ¿No me creen? Acá les dejo dos ejemplos.

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Años atrás vivía en una inmensa torre de departamentos en el centro de Santiago, donde por esas cosas del azar llegó a vivir justo en la puerta del lado una amiga. O mejor dicho, una conocida. Todo partió bien, porque en un principio ella se limitaba a saludar cuando nos topábamos en el pasillo. Sin embargo, con el paso del tiempo, no pasaba día en que no tocara a mi puerta porque necesitaba que le prestara una herramienta, que se le había acabado el hielo y si por casualidad tenía el diario del domingo porque necesitaba ver no sé qué cosa o cualquier otra excusa que automáticamente la dejaba instalada en mi living durante varias horas. Al final, fue tanta la molestia de tener que interactuar con esta vecina cada día, que opté por no abrir mi puerta y hasta apagar las luces cuando tenía la más mínima sospecha de que ella andaba merodeando con intenciones de conversar o pedir algo prestado.

Otra experiencia de terror en este sentido que también me tocó hasta hace poco tiempo fue el vivir muy, pero muy cerca de mi hermano y su mujer. No eran más de cuatro cuadras y –más encima- mi edificio estaba justo a medio camino entre su casa y la esquina donde se encontraba un supermercado, una fuente de soda y el paradero de micros. Cuento corto, tenía a mi hermano y/o mi cuñada día por medio tocándome el citófono. En otras palabras, un verdadero cacho. Es que, en mi opinión, a la familia –y también a algunos amigos- hay que tenerlos, cuando menos, a un par de estaciones de metro o recorridos de locomoción colectiva de distancia. De esta forma, la piensan dos veces antes de visitarlo a uno y, lo más importante, llaman antes por teléfono para no perder el viaje si uno no está.

Afortunadamente, ya no vivo cerca de nadie que me pueda importunar en mi merecido descanso. Ni familiares, ni amigos, ni compañeros de trabajo ni nada que se les parezca. Incluso, cuando alguien me dice que le tienen echado el ojo a algún departamento cerca del mío, de inmediato tiro para abajo el edificio o –si es necesario- el barrio completo. Les invento que es peligroso, que se inunda, cualquier cosa. Todo sea por vivir tranquilo y solo. Porque, para estar acompañado, prefiero hacerlo en forma programada, sin sorpresas. ¿Muy pesado? Puede ser, pero hasta ahora me funciona muy bien.

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