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Pololeando con mi hijo

MJVG y su preciosa relación con sus retoños.

Nunca había tenido un pololo tan joven. Tiene 3 años para ser más exacta. 3 años y 4 meses, la verdad. Ok, casi 4. Llevamos una semana veraneando a solas con mi hijo, sin su padre, y el resultado es algo entre “Alice doesn’t live here anymore” y “Todo sobre mi madre”.

Como cualquier pololo, a ratos AJ es atento; otras, demandante. Pasa de la indiferencia al chuponazo, de la euforia al amurramiento, y como muchos hombres (niños y adultos), sufre de inmadurez: entre otras cosas, nunca sabe lo que realmente quiere hasta que una mujer se lo dice.

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Ejemplo: ¿Quieres una frutilla? No. ¿Seguro? No quiero. Sí quieres, mira. Entonces se la meto a la boca y se da cuenta que sí quiere, no una, sino la caja entera.

Nuestra rutina es más o menos la misma todos los días. Despertamos con el primer sol de la mañana, tomamos desayuno (no exento de peleas conyugales llámese: el pan está demasiado tostado) y nos vestimos sin ducharnos, para empezar él, un día de playa o piscina; yo uno de escritura interrumpido por algunos zambullidos.

Durante el día AJ se comporta como un perfecto gigoló. Me echa crema. Huele mi copa y me pregunta “ ¿más vino?”. Se recuesta a mi lado a tomar sol desnudo (y con alitas). Cuando él quiere algo –jugo, galletas, un delfín de plástico que suele lanzar una y otra vez a la piscina-no duda en gritarme y hacer pataletas hasta que consigue su objetivo. AJ es servicial y a la vez dominante – “un supramacho” como suele bromear su abuela- y en una familia donde escasean los machos, su presencia no pasa inadvertida.

No es fácil ser su madre, menos aún su polola. AJ pertenece a ese tipo de chicos narcisos o inseguros, para quienes la pareja alcanza su máxima gloria en la simbiosis total. Y ahí empiezan los problemas. Siempre he sido independiente. No sólo eso: detesto esos matrimonios que se visten con los mismos shorts cacki, piden el mismo plato en un restaurante, esos pokemones que van juntos a la peluquería, esos dúos de intelectuales snob que se paran frente a un mismo cuadro en un museo y murmullan entre sí. Pero AJ no sabe nada de morfología de pareja y la única mujer que ha tenido soy yo, su madre. Pobre. Está en su derecho pedirme que me saque los zapatos si él anda a pie pelado; coma arroz con huevo si él come arroz con huevo; me meta en la tina con él a las 7 de la tarde. Al menos sabe lo que quiere y no se sale con cosas raras a último minuto.

AJ se desespera cuando quiere jugar conmigo y le digo “estoy escribiendo”. Tiene razón. Si tuviera la edad de Woody Allen o más bien, si fuera Woody Allen, probablemente me pediría que le leyera un párrafo de algún capítulo y se enamoraría aún más de mí (aunque encontrara que lo que escribo es una mierda). Pero AJ sólo ve a una mujer de anteojos oscuros tipiando cosas en una pantalla e ignorándolo cuando él quiere llamar su atención. AJ sufre de celos. Yo soy de él y de nadie más. Ok. Intento explicarle que mi trabajo consiste en eso, unir sílabas, ya sea encerrada en mi escritorio o al lado de una piscina. Le digo que algún día, cuando veas esos libros o lo que sea en su librero, se va dar cuenta de que mi traición dio sus frutos.

Como el más apasionado de los pololos, AJ me pide que lo bese después que lo reto. Entonces viene una secuela de tiernos besos en la mejilla y el cuello y él se siente el hombre más amado de la tierra. A ratos no sé cómo pararlo. Su curiosidad masculina lo ha llevado a apretar mis pezones como si fueran los botones de un control remoto.
Si sigues así, me dice una amiga que sabe de Edipos, vas a terminar pateándolo.

Cuando en la noche nos metemos a la cama juntos, todo vuelve a su orden. El vuelve a ser mi hijo y yo su mamá. AJ acepta que tenemos gustos distintos y evitamos dramas de pareja innecesarios: mientras él ve sus películas en la TV, yo disfruto de mis películas en mi computador. A veces, y esas veces son mis episodios favoritos, nos salimos de nuestra jerarquía parental y nos sorprendemos haciendo cosas insólitas que tampoco recuerdo haber hecho con ningún pololo, como lanzarle juguetes a la luna llena intentando apagarla.

Entonces, por algunos minutos, AJ y yo nos convertimos en una cosa rara y completamente nueva, algo a mitad camino entre un lobo y un niño.

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